Desde muy temprano, el ímpetu de mi compañera de vida ocupaba el diminuto espacio del apartamento. Día tras día, aquél dichoso estruendo calaba mis entrañas y se tornó en obsesión. Me había vuelto muy sensible al ruido. El que Emilia orquestaba maniobrando, inasequible al desaliento. El de su voz ronca y expeditiva al teléfono. El de sus pisadas sobre las trizas del parqué. El de las otras voces de la radio. El del chorro histérico del agua del fregaplatos. El de los ladridos del perro que llegó con ella.

La casa era un mero zumbido y mi ansiedad crecía al mismo ritmo que el empeño en avanzar en mi novela. Las pisadas de Emilia eran como un caballo al galope compitiendo con un tren. Cuando se rompía algún vaso, me retorcía de impotencia aunque ella lo interpretaba como una suerte de buen augurio. Alguna mañana cuando encontraba la pulsión de salir del edredón, me despertaba con la sensación de estar perdiéndome algo. Ansioso. Estaba desorientado, me movía por la casa como un resorte automático y si alguna vez conseguía recordar algún sueño lo estrujaba para seguir creando historias. Aquélla mañana recordé un sueño. Volaba en avioneta, descalzo, en solitario, bajo un cielo despejado, muy azul, y sobrevolaba cientos de jirafas trotando sobre una planicie de baobabs. Mientras recordaba, un golpe rotundo interrumpió mi ensoñación bruscamente. Emilia rompió otro plato.

¿Cuándo comenzó este ruido ensordecedor?

Sentía nostalgia del silencio. Y ese día abandoné aquél nido para dedicarme a escribir.