El pálpito del planeta tierra estaba abatido y por su cuenta y riesgo se tomó un descanso invernal. A sus 4.467 millones de años atravesaba el peor diagnóstico de su longeva vida mostrando síntomas de ansiedad, arritmia y una ronquera tenaz. Los mas reputados geólogos aclamaron unánimemente esta inédita pausa terrestre mientras los capitalistas, enfermos de bulimia, se afanaban en reutilizarla.

Entretanto suspiraba airada cerrando los párpados e hibernando bajo su propio manto confinada en sus raíces. En la lejanía quedaban, con cada nuevo día, los humos y los plásticos y otros residuos de la especie humana. Alguna mañana despertaba con la garganta más ligera y afinaba las cuerdas de su majestuosa orquesta. Silbaba al viento, agitaba los árboles, susurraba a las ardillas y esparcía el polen.

Por las noches, las hormigas incansables aprovechaban el sueño de la bella durmiente para organizar las filas de su ejército mientras las ranas croaban en las charcas contemplando un horizonte de mil estrellas.

En el reino de los cielos zumbaba una barahúnda ya que los ángeles estaban empeñados en cuidarla de día y noche. Cambiaban las bombillas de los rayos que precedían a ruidosas tormentas, afinaban las cuerdas de sus arpas para restaurarle la armonía, enviaban lustrosos torrentes de agua y lodo sobre la cabellera de su manto mientras las nubes absorbían como esponjas extenuadas la humedad más prolongada que jamás se recuerde.

Entretanto, la especie humana, confinada en su guarida, extendía sus brazos clamando al cielo por una nueva luz en la tierra, mientras sus párvulos pintaban grandes soles, naranjas y amarillos.